Alejo Umpiérrez
SUMARIO: 1. En capilla – 2. La pena de muerte desde la colonia hasta la república – 3. El largo camino hacia la abolición – 4. Los novillos de Silveira – 5. A la caza de los asesinos – 6. Juicio y castigo – 7. El último viaje – 8. “Tiren nomás, muchachos” – 9. El después
1. En capilla
La pena de muerte es tan antigua como la historia de la humanidad. Este año se cumplen 110 años de la abolición de la pena de muerte y 115 años del último fusilamiento de civiles.
Si bien es algo natural para nosotros convivir en una sociedad donde la pena de muerte no existe; ello no es así a nivel mundial. La pena de muerte sobrevive muy campante a lo largo y ancho del mundo y bajo distintas modalidades. Desde las naciones más desarrolladas como EE.UU. donde solo ha sido abolida en algunos estados; hasta en los países del tercer mundo como pueden ser diferentes naciones islámicas. Desde la inyección letal o la silla eléctrica a la lapidación. A lo largo del tiempo han existido diferentes métodos hoy abolidos o caídos en desuso como la guillotina que tuvo su auge durante El Terror, acaecido de 1793 a 1794 en la Francia revolucionaria, donde miles pasaron por el cadalso; o el garrote vil vigente en España hasta 1978 para todo tipo de delitos.
Y la pena de muerte tiene hasta ángulos viciados de sadismo o supuesto altruismo. En este último sentido se privilegia la muerte indolora y en otros la aflicción a la víctima es tan refinada que – como en la lapidación de una adúltera – se establece un orden de prioridad en la pedrea y en el tamaño de la piedra bajo la idea de una muerte lenta que empieza a ser propiciada, en ese orden, por el padre, el marido, los hijos varones y luego todos los varones hasta tanto sobreviva la víctima. O con el garrote vil donde la víctima es lentamente estrangulada por un anillo de metal comprimido alrededor del cuello que le termina partiendo la nuca, donde hubo casos comprobados de demoras hasta de casi media hora en morir la víctima.
Pero eso sí; en la América hispana ello ocurría bajo la supervisión de que no faltase el apoyo espiritual en el momento previo de un sacerdote. La vieja amenaza paterna a un hijo ante su mala conducta: “estás en capilla”, tiene su origen en la vieja costumbre que a los condenados a muerte previo a su ejecución se los colocaba en una capilla o un lugar que hiciera de tal donde recibían el servicio de la confesión de un cura y trataban de expiar su alma bajo la ayuda espiritual de un sacerdote. Aunque muchos se negaban a ello. Era común el gesto desafiante del ejecutado al momento de la ejecución de la sentencia, las sonrisas irónicas, el escupitajo, el grito desafiante pidiendo que disparasen, pedir que no se le vendara, solicitar dirigir últimas palabras que a veces terminaban en arengas. Muchas veces era un acto de coraje más de aquellos hombres curtidos de cargar contra lanzas o descargas de fusilería, donde la muerte era parte de la cotidianeidad. Escasos fueron los casos en que temblequeaban ante un pelotón de fusilamiento.
2. La pena de muerte: desde la colonia a la república
Desde la época colonial se aplicaba la pena de muerte en lo que hoy es nuestro territorio. El Gobernador de Montevideo Agustín de la Rosa había hecho levantar una horca en la Plaza Matriz donde se llevaron a cabo muchas ejecuciones y que permaneció hasta inicios del siglo XIX. En aquella sociedad arcaica y brutal la crueldad de la ejecución y sus hechos posteriores eran parte del amedrentamiento y la ejemplarización que se buscaba para encauzar conductas. Era común que el muerto fuera exhibido, ultrajado su cadáver, descuartizado o puesta su cabeza o miembros en una pica durante días.
Existen narraciones de viajeros que refieren a ejecuciones en tiempos de la Cisplatina que refieren el encanto hasta la delectación del público femenino con estas ejecuciones, vistiéndose con sus mejores galas para la ocasión.
Cuando nace la República lo hace sin otro cuerpo normativo que el de la Constitución y para llenar el vacío legal se toman las Leyes de Partidas españolas que serán por largo tiempo la referencia legal supletoria ante la ausencia de derecho patrio. Allí se consagraba la pena de muerte.
La Constitución de 1830 no la establecía pero la da por sentada, al referirla en los arts. 26 y 84 de su texto. En el primero consagraba la posibilidad que la Cámara de Representantes de acusar ante el Senado al Presidente, ministros, miembros de ambas Cámaras e integrantes de la Alta Corte de Justicia por diversos delitos entre ellos aquellos que “merezcan pena infamante o de muerte”; en el segundo se otorga el derecho del indulto o perdón presidencial en beneficio del penado.
Sin perjuicio de los degüellos y ejecuciones sumarias en medio de procesos revolucionarios, la pena de muerte fue aplicada por el poder público a lo largo del S. XIX. Nuestra legislación practicó desde siempre el fusilamiento, mientras que en la época hispánica era común aplicar el garrote vil o la horca. Estos espectáculos – si podemos darle tal nombre- tenían gran convocatoria popular y los medios de prensa de la época recogían con lujos de detalles no solo las ejecuciones en largas crónicas sino todos los días previos al fusilamiento. Por aquello que “la letra con sangre entra” era costumbre en las ejecuciones de penas de muerte que concurrieran los alumnos de centros de estudio acompañados por sus docentes con el aleccionante fin de prevenir sobre los resultados de desviaciones de conductas futuras. Con igual fin se hacía desfilar a los pelotones o tropas de línea delante de las víctimas así como a los presos. Las ejecuciones finalizaban con el remate de las víctimas con un tiro en la sien. Era de estilo que las ejecuciones se llevaran a cabo en el lugar mismo del crimen como si fuera una suerte de reparación a las víctimas y ello ocurrió en el caso de los rochenses que ocupan este relato.
Como no podía ser de otra manera las ejecuciones alcanzaron status literario. Un jovencísimo Eduardo Acevedo Díaz presenció a sus 19 años – y lo narró a los 23 – la ejecución de un negro de apellido Montiel en la Revolución de Timoteo Aparicio en 1871 por haber dado muerte a un superior y a un soldado, ambos compañeros, en una reyerta. El moreno sintió orgullo que se fuera ejecutado por su jefe de escuadrón, Belisario Estomba, uno de los sobrevivientes de Paysandú. Murió dando vivas a su jefe y a la revolución que lo estaba fusilando.
Quizás una de las más famosas ejecuciones fue la de los asesinos del médico italiano Feliciangelli el 22 de setiembre de 1871, que implicó el ajusticiamiento de los cuatro autores del hecho de sangre en la entonces Plaza Artola, hoy Plaza de los Treinta y Tres, conocida popularmente como “de los bomberos”. Allí se congregó una multitud de casi 25.000 personas según los cálculos más conservadores y de 50.000 según otros. Semejante público implicaba en la hipótesis conservadora un quinto de la población total de Montevideo que por entonces rondaba en los 125.000 a 130.000 habitantes. Por supuesto estaba colmada la plaza así como todos los balcones y azoteas que daban por los cuatro vientos hacia el espacio público. De tal costumbre – también aplicada a festividades, procesiones y desfiles – viene el dicho de “alquilar balcones”, lo que se estilaba ante sucesos públicos de importancia por aquellos años y hoy aún se sigue haciendo en lugares como el desfile de las llamadas por la calle Isla de Flores en la capital.
3. El largo camino hacia la abolición
La esquematización tan típica en el tratamiento de los temas que tenemos en el país nos hace absorber – en una suerte de letanía – que la pena de muerte fue abolida por Batlle y Ordoñez en 1907, como si ello hubiera sido producto de una ocurrencia súbita y no el paso final de un largo proceso. Algo que es común en casi todos los grandes hechos de la historia y más especialmente en una sociedad amortiguadora, lenta y conservadora como la uruguaya donde cada paso se toma milimétricamente.
Así la abolición fue el acto final de un largo decurso de propuestas, debates, consagraciones legales de la abolición de la pena de muerte en forma parcial que se fueron sucediendo a lo largo de años y de diferentes normas que iban pautando avances.
El primer proyecto para la abolición de la pena de muerte fue presentado tempranamente. Apenas comenzada la primera legislatura de la historia nacional el Presbítero Dámaso Antonio Larrañaga presentó en 1831 el primer proyecto de abolición con una extensa y preclara fundamentación, pero no fue aprobada.
La primera abolición parcial de la pena de muerte ocurre con el Código de Instrucción Criminal (CIC) que se aprueba en 1879 que prohíbe su aplicación para las mujeres. Dicho código también transforma en potestativo del Tribunal no aplicarla a los menores de 20 años. El Código Penal de 1889 prohibe su aplicación lisa y llanamente a los menores de 21 años y a los mayores de 60 sin distinción de sexo, por lo que la prohibición continua su ampliación y a esa altura solo serían pasibles de ser ejecutados las personas de sexo masculino entre 20 y 60 años de edad.
El CIC consagra a su vez que para ser aplicada la pena de muerte ello se debe hacer conteste por cuatro de los cinco miembros de los Tribunales que toman tal resolución por lo que paulatinamente se continúa cerrando el círculo sobre la pena capital.
El insigne pintor Pedro Figari, quién era diputado colorado, inició una campaña abolicionista en 1903 mediante conferencias en el Ateneo de Montevideo. Comenzaron asimismo debates en igual sentido, siendo el más famoso el que sostuvo en 1904 – poco después del fusilamiento que ocupa este artículo y con él como desencadenante – el Dr. Pedro Figari por el abolicionismo contra el Dr. José Irureta Goyena, defensor de la pena capital. Se destacaba como argumento a favor de la abolición la ausencia de escarmiento para los delincuentes los que la mayor parte de las veces tomaban poco menos como un hecho de valentía y hombría ir ante un pelotón, lo cual fue reiteradamente narrado por los curas que daban los últimos servicios espirituales.
El 27 de junio de 1905 Batlle y Ordoñez como Presidente de la República remitió una iniciativa aboliendo la pena de muerte. Después del trámite parlamentario – se aprobó por 20 votos contra 19 en la Cámara de Representantes – el texto se convirtió en la ley 3.238 de 27 de setiembre de 1907, bajo el gobierno de Claudio Williman.
La prohibición alcanzará rango constitucional en la reforma de 1917 (art. 168) y se mantiene hasta la actualidad, en la Constitución nacional de 1967 (art. 26).
Por lo tanto, antes de que comenzara a regir la prohibición legal de aplicar la pena de muerte, debemos rastrear quienes, cuando y como fueron ejecutados los últimos orientales bajo la normas precedentes.
Ello ocurrió el 29 de setiembre de 1902. Y los últimos fusilados civiles tuvieron el triste privilegio de ser rochenses. Decimos civiles porque con posterioridad, en 1903, pocos meses después del fusilamiento de los rochenses, fue ejecutado un militar, el soldado Estanislao Silva, por haber dado muerte a un camarada de armas. Ello ocurrió en Salto, cerca de las hoy termas del Arapey, pero como naturaleza de castigo militar y no por delitos civiles. La lápida de este soldado reza “Víctima de su error”.
4. Los novillos de Silveira
El 7 de mayo de 1901 no sería un día cualquiera. Por lo menos para la historia criminal nacional ni para quienes a la postre fueron las víctimas. Tal fecha marcó el fin de la existencia de cinco personas en un crimen múltiple. Si bien los hechos de sangre eran harto frecuentes por entonces, la saña con que ocurrieron estos estremeció a toda la población. Fueron apuñalados tres hombres y degollados una mujer y un niño de 10 años.
Fue apuñalado don Adolfo Silveira y degollada su esposa Luisa de los Santos, así como fueron ultimados dos peones de la estancia, Pedro Silveira y Olegario Fernández y un pequeño peoncito de corta edad llamado Irineo Alonso.
Los ultimados fueron hallados por un hijo de Silveira quién se encontró, además de los cadáveres, con una mesa servida y sin que apareciesen signos de haber sido forzadas puertas o ventanas. Los asesinos eran de confianza. Hasta los platos estaban servidos en la mesa.
Don Adolfo era un hombre de fortuna, un verdadero anciano para entonces, pues contaba con 78 años, una edad muy elevada para el promedio de la época. Más aún su esposa, doña Luisa de los Santos, que tenía 79 años. Silveira era un hombre de fortuna amasada en el trabajo, la austeridad y una proverbial tacañería. Tenía nada menos que diez hijos que se repartían en distintos puestos a lo largo y ancho del gran establecimiento que llegaba hasta el entonces departamento de Minas, hoy Lavalleja, donde todavía no se había cercado con alambres y estos puestos se transformaban en esenciales para el trabajo con los animales, formando rodeos y utilizando las rinconadas de ríos y arroyos para apacentar y amansar animales.
Había realizado la venta de 500 novillos días atrás y los había cobrado contante y sonante a un águila de oro por cada uno. Los animales se iban apartando y el comprador tiraba una moneda encima de un poncho a medida que el aparte avanzaba.
En aquellas épocas lejanas no existía la costumbre del depósito bancario y era vox populi que tampoco confiaba en ellas don Adolfo quién acostumbraba según las mentas de la época a esconder el dinero en su propia casa o en lugares del campo que solamente él conocía. Había ocasiones en que hacía vaciar la casa o que salía solo al campo para tales menesteres.
En el casco principal y viviendas de personal, que no eran otra cosa que unas austeras viviendas y galpones cuidados por perros, solo vivía el matrimonio y dos peones, Olegario Fernández de 19 años y Pedro Silveira de 40 años. Además hacía sus primeras armas laborales un chiquillo llamado Irineo Alonso.
El homicidio fue descubierto por uno de los hijos, Narciso, quién llegó a las casas con el peón de su puesto para realizar un aparte de ganado convenido con su padre. Extrañado por el silencio y quietud de todos aquellos gauchos madrugadores se inquietó por la falta de movimiento, humo y olores. Cuando se aproximó a la casa encontró la puerta entornada y quiso entrar pero algo obstaculizaba la apertura. Era un cadáver. El de su padre. En la oscuridad ingresó, encendió fósforos y se encontró con el panorama desolador. Fernández muerto sentado en su silla y Silveira, el otro peón, sobrino de don Adolfo, caído bajo una mesa, con el mantel servido y la comida aún en las fuentes y platos. En una habitación contigua halló a su madre degollada y luego al niño también degollado. La autopsia del menor reveló que tenía un trozo de pan en su boca. No se sabe si cierto o no, pero la leyenda popular dice que su degollador previo a darle muerte le puso el mendrugo de pan en su boca y le dijo “pa´que tengas pal viaje”.
Esto ocurrió un lejano 7 de mayo de 1901 en las sierras del Aiguá, en el paraje de La Coronilla, 8ª. S.J. de Maldonado muy cerca de los arroyos Aiguá y Alférez, frontera de nuestro departamento. Una zona alejada de la civilización enclavada entre montes y sierras.
5. A la caza de los asesinos
Don Adolfo era un hombre desconfiado y su casa un suerte de fortaleza de piedra con ventanas enrejadas y puertas con gruesas aldabas en su interior. Quién traspusiera el umbral y se sentara a su mesa era alguien que gozaba de su confianza.
Extrañamente una persona de malos antecedentes y contrabandista se le había “ganado bajo el ala”. Era un rochense, más precisamente un castillense, de origen brasileño y así le apodaban: “el brasilero”, de nombre Manuel Páez. Taimado y ladino, corajudo, contrabandeaba con una gavilla desde el Brasil, atravesaba todo Rocha y llegaba a la zona de Aiguá. Proveía al propio Silveira de yerba, azúcar y tabaco y se había generado una vinculación personal entre ambos. Es más, del expediente judicial, surge que en varias oportunidades Silveira había adelantado dinero para que Páez desarrollara su negocio.
Páez no era ningún novato. Tenía muertes sobre su espalda. Y varias. Había matado a un sargento y a un policía a punta de pistola cuando lo fueron en una oportunidad a detener. Estuvo poco tiempo preso. Al recuperar su libertad sufrió las consecuencias de su implacable puntería un tal Isabelino Sosa, con el simple móvil del robo, volteándolo del caballo a varias cuadras de distancia con un disparo de su carabina.
Eso no era todo. Si bien no había sido culpado aún, se le adjudicarían luego dos muertes más en el paraje “India Muerta” de Rocha, acaecidas pocos meses atrás y que se sumaban a su largo rosario de criminalidad. A la fecha contaba con 27 años, lo que exterioriza la fecundidad de su carrera delictiva.
Increíble como Silveira había tomado simpatía y confianza con semejante personaje. Páez tenía un aspecto torvo, con su rostro cruzado por una cicatriz que le propinó una cuchillada de otro preso trabados en lucha, donde Páez dejó a su contendiente al borde de la muerte tiempo atrás. Era muy alto y hercúleo según las crónicas de la época. Quizás el común vínculo de ser ambos brasileros era el secreto hilo que los unía invisiblemente.
Pero aquel día no actuó solo. Soliviantado por la codicia Páez invitó a otros castillenses para la “patriada”.
Así se sumaron dos hermanos, los González. Isaías era un mozalbete de apenas 19 años y su hermano Aurelio tenía 26. Este último era peón, había sido lobero en los islotes de la costa rochense y tenía la particularidad que poco tiempo antes había hecho despliegues de coraje con las huestes ciudadanas de Saravia en la Revolución de 1897. Ambos eran hijos de un oscuro caudillejo castillense, de lanza y facón – o de “horca y cuchillo” al decir de Artigas Orce en “La pena de muerte en el Uruguay” -, corajudo como pocos, con un accionar bordeando la delincuencia como lo era por entonces Marcelo González. Habían participado en la batalla de La Lechiguana – El Maturrango en mayo de 1897 y luego de ser derrotados en ese combate contra las tropas de “Manduca” Carabajal, fueron perseguidos a través de bañados y sierras y habían logrado huir al Brasil para luego reingresar al territorio nacional donde se habían unido nuevamente a la Revolución integrándose a las tropas de Bernardo Berro (h) quién comandaba la División “Treinta y Tres”.
El último participante de esta gavilla fue Cabrera. Este era tío de los González, no tenía antecedentes, parecía ser un buen hombre según crónicas de la época y tenía una relativamente desahogada posición económica como productor rural. Orce, en su clásico librillo sobre el tema, lo trata de un personaje de poco carácter dominado por el temperamento de Páez.
Los asesinos habían formado partida en Castillos y habían salido de allí el 5 de mayo rumbo a lo de Silveira. Tras dos días de viaje llegaron al atardecer del 7 de mayo. Isaías y Juan Carlos Cabrera se emboscaron en unas mangas de piedra. Los perros ni ladraron a su llegada. Eran conocidos de la casa. Páez y Aurelio golpearon palmas y fueron recibidos con el afecto de siempre. Se les invitó a la mesa pues estaban por cenar un delicioso puchero preparado por doña Luisa. Se sentaron a la mesa prolijamente servida, con mantel en su honor – hecho delator de visitas conocidas más tarde -, y también como era costumbre de la casa se sentaron los dos peones y el gurisito “pa todo”. A una mirada convenida a Páez desenvainó una enorme daga y la clavó en el pecho de uno de los empleados sentado a su lado e inmediatamente se dirigió al otro para también apuñalarlo. Aurelio se hizo cargo del viejo que desesperado intentó alcanzar una escopeta que colgaba de un perchero. El niño intento huir y estaba Aurelio en la puerta; corrió hacia el lado contrario y se abrazó a las piernas de Manuel Páez pidiendo clemencia. Por respuesta lo agarró de los pelos y prácticamente le seccionó la cabeza.
Pero estaba doña Luisa. No podían matarla. Era ella quien los iba a guiar directo hacia las libras y águilas de oro. La agarraron de su cabellera y la arrastraron a una habitación contigua y le empezaron a preguntar. Lo que no sabían era que don Adolfo era tan desconfiado, que ni siquiera confiaba en su propia esposa. Nada sabía y nunca le había dicho nada Silveira sobre sus escondrijos. Ellos no le creían. Le dieron infinitos puntazos y cortes en el vientre, pecho y brazos para que confesara, hasta que aburridos de no obtener resultados, Páez dio cuenta de ella degollándola.
A partir de ahí se dedicaron a hurgar los distintos rincones de la casa, haciendo hasta pozos a punta de cuchillo en el suelo de tierra en varias partes de la casa. Todo este relato surge de las actuaciones judiciales referidas por Orce Pereyra y Panzl. El expediente habla de que habrían hallado apenas unas escasas monedas que fue lo que confesaron los reos. Arregui, en un artículo publicado en 2007 en “El Observador”, señala que en Castillos, un niño familiar de los González, mirando por una rendija, los vio a los cuatro malhechores repartiendo una importante cantidad de monedas de oro sobre un catre de tijera en una noche. ¿Quién tendría la razón? Lo cierto es que de cualquiera manera no tuvieron tiempo para disfrutarlo.
Casi enseguida las autoridades desconfiaron de Páez y mandaron a detenerlo a la Jefatura Política de Rocha. El Comisario de Castillos mandó prender a los González y a Cabrera, mientras que a Páez – sabedor de su peligrosidad – lo citó a la Comisaría con la excusa de hablar sobre un permiso para organizar un baile que éste había solicitado apenas regresado del crimen, con el pretexto de utilizar esto último como coartada que le permitía decir que había estado recorriendo la zona invitando gente. Así fueron detenidos los tres en una eficaz actuación policial que destacaría la prensa carolina a través de “La Propaganda”, buque insignia del periodismo de San Carlos de entonces.
Pero no todo fue tan claro ni rápido. El diario “El Día” del 12 de mayo de 1901 publicó bajo el título de “El crimen de Maldonado – El presunto asesino” la noticia que se había detenido al supuesto asesino. Repicó una noticia del diario “La Voz del Pueblo” de Minas. Supuestamente el “activo e inteligente comisario Leopoldo González” había aprehendido al asesino. Se trataba de un maestro de apellido Tor quién provenía de un viaje de los parajes del asesinado – “Carapé” – y tenía “un objeto que contenía manchas de sangre”. No sabemos qué pasó con tal maestro pero obviamente fue liberado a posteriori como inocente que era, aunque suponemos el susto que habrá pasado. Bien pudo haber sido él el último fusilado.
La detención de los culpables ocurrió el 15 de mayo. El crimen había conmovido a la sociedad no solo local sino nacional, alcanzando titulares en distintos periódicos como “El Día”, “El Siglo” y “La Tribuna Popular”. No era por falta de costumbre a los hechos de sangre y la violencia precisamente tan común por entonces; sino por las características de saña particular que había tenido el caso. Así culminaba la cacería iniciada por el Jefe Político de Maldonado Juan José Muñoz, nacionalista protagonista de la Revolución del ´97 y que también lo sería en 1904, al frente de la División “Maldonado”.
6. Juicio y castigo
Los criminales fueron llevados de Castillos a Maldonado a caballo, maniatados y con los pies también atados bajo las panzas de los caballos. La fuerte partida policial iba atenta. Se temía que el padre de los González, caudillo de la zona, intentara liberar a sus hijos.
Antes de llegar a destino fueron llevados al lugar de los hechos para hacer la reconstrucción. Allí los esperaba el Juez Tardáguila y el Jefe Político Muñoz y más de doscientos curiosos de la zona que sabedores del hecho se acercaban a ver de cerca de los asesinos de sus vecinos. Aunque Manuel Páez no había confesado – y de hecho negó su participación hasta su fusilamiento -; Aurelio González lo había inculpado. Páez había dicho que era Cabrera el causante de las muertes. La delación de González los enemistó a lo largo del proceso hasta que previo a la muerte, hermanados en la desgracia y a sugerencia del cura de la ejecución, volvieron a charlar y matear juntos.
La instrucción penal en Maldonado fue rápida. Ya en agosto de 1901 “El Día” informaba el arribo de los delincuentes a Montevideo refiriendo a cada uno de ellos con un breve perfil. La sentencia de Primera Instancia del Juez del Crimen Montaño los condenó a muerte a Manuel Páez y Aurelio González. Sus defensores Martín Berinduague (h) y Bernardo Ferrés apelaron. El Tribunal que los juzgó en la alzada estuvo compuesto por Fein, Salvañach y Vázquez y el Jurado – por entonces existían, luego del crimen de “La Ternera” serían eliminados – se integraba por el conocido Duvimioso Terra (el brasilero, famoso abogado y agitador revolucionario nacionalista, integrante del Directorio de esa colectividad), Juan P. Díaz, Javier Gomensoro, Domingo Olarte y Alfredo Gasque. Estos jueces y este jurado – que fallaron por unanimidad – tendrían el triste honor, legal por entonces, de ser los últimos que avalaran la aplicación de la pena de muerte a civiles en el territorio nacional.
La sentencia recayó el 22 de setiembre de 1902, casi un año y medio después del homicidio múltiple y tras largas idas y vueltas. Condenó a morir por fusilamiento a Manuel Páez como autor intelectual del crimen y material de tres personas y a Aurelio González a igual pena por el asesinato de Silveira. Juan Carlos Cabrera e Isaías González fueron condenados a 15 años de penitenciaría. Nadie fue imputado de la muerte del menor.
Para el cumplimiento de la sentencia de muerte se devolvía el expediente al juzgado de origen en Maldonado, mientras que la condena de Cabrera y el menor de los González se cumpliría en la cárcel de Miguelete en Montevideo. Para estos últimos había habido discordancias en la sentencia de apelación, en tanto Fein quiso asimilarlos a autores y aplicar para ellos la pena de muerte y Salvañach sin considerarlos autores había solicitado una pena mayor. Así funcionaba el derecho por entonces.
“Dura lex, sed lex” profetiza el viejo proverbio romano.
7. El último viaje
La Escuela de Artes y Oficios, que luego se transformara en la Universidad del Trabajo del Uruguay (U.T.U.), fundada en tiempos de Latorre, hizo para orgullo de la industria y marina nacional varias embarcaciones. Entre ellas una cañonera durante el gobierno de Santos y adquirió en remate otra, que fueron bautizadas con nombres de vinculados a la historia nacional y sustancialmente – como correspondía a los tiempos que corrían – con personajes vinculados al Partido Colorado: “Rivera” y “Suárez”.
Le tocó en turno a la cañonera “Rivera”, hacer el traslado de Páez y González. Con fuerte escolta fueron llevados desde la cárcel de Miguelete al puerto de Montevideo y desde allí a una desértica punta rocosa y arenosa adyacente a Maldonado, que se llamaba Punta del Este. El viaje demoró unas diez horas y fue movido. Varios de los tripulantes bajaron descompuestos así como Páez, que ya mostraba desde días antes estar mellado en su espíritu a pesar de su dureza y su contundente carrera criminal. González por el contrario bajó entero y con una gran firmeza de carácter que caracterizó todos los últimos días de su vida. El mismo González cuando le preguntaban por Páez y cómo estaba, contestaba: “Es brasilero”.
Fueron recibidos por las máximas autoridades del departamento. En el viejo edificio de la receptoría de Aduana y puerto de Punta del Este, existente al día de hoy, los esperaba el Jefe Político del departamento, el nacionalista Juan José Muñoz, quién había sido designado en representación del Partido Nacional, producto del Pacto de la Cruz de 1897 que había otorgado a los insurrectos saravistas la administración de seis departamentos, en lo que era una suerte de cogobierno del territorio nacional. Los Jefes Políticos tenían por entonces incluso milicias urbanas y aglomeraban en su entorno casi la totalidad del poder del departamento. Los esperaba también el Juez Tardáguila quién acompañaría el cortejo hasta el destino.
De ahí partió la procesión escoltada por 25 soldados del Regimiento de Cazadores, un cuerpo de elite. Estos soldados iban comandados por el entonces Comandante Genaro Caballero, rochense inmolado al servicio de las tropas gubernistas en Tupambaé el 22 de junio de 1904. Por entonces se hallaba comprometido y su alianza fue motivo de comentarios. Su prematura muerte le impidió concretar su matrimonio.
A lo largo del camino se fue sumando gente, mientras que otro tanto miraba desde el costado del camino. El recorrido fue desde Punta del Este a Maldonado, de ahí a San Carlos y de ahí por lo que hoy es la Ruta No. 39 hasta el casco de la estancia de Silveira. Los reos iban encima de un carro – conducido por un “tano”, Pilar Nocetti – que se bamboleada todo el tiempo en aquellos pésimos caminos.
Páez seguía ensimismado y apesadumbrado. González estaba animoso y casi desafiante.
Como exorcización de los temores o auténtica demostración de desprecio a lo que se venía, González se mostraba despreocupado. A una bonita paisana al borde del camino la invitó a bailar. El periplo fue de más de 70 interminables kilómetros. Todo el viaje se hizo con extrema precaución pues se seguía temiendo una intervención salvadora de última hora de Marcelo González con alguna partida de sus bandoleros. Así se destacaban soldados que iban en avanzada y recorriendo picadas y montes a los que se iba acercando la caravana. Los mismos asesinos tenían esperanza de ello.
La fúnebre comitiva hizo noche en el establecimiento de Juan Bautista Dutra y los reos fueron atados con cadenas a las ruedas del carruaje que los transportaba. Solicitaron ponchos por el frío y fueron cubiertos con ellos. Intentaron un último y desesperado intento de huída limando las cadenas contra las llantas de las ruedas. Fueron descubiertos y engrillados.
La sentencia para ser ejemplarizante y limpiar la sangre vertida con la sangre de los mismísimos criminales se ejecutaría en el lugar de los hechos. Llegaron el sábado 27 de setiembre de 1902 y fueron puestos a capilla por 48 horas en el mismo tosco comedor donde habían realizado su crimen. El cura confesor y acompañante de sus últimas horas era un veterano que cargaba 18 condenas a muerte previas. Todo un especialista en acompañar a condenados a muerte. Era el padre Lorenzo Pons.
Previo a ser entrados a capilla se les leyó la sentencia, para lo que se les ordenó arrodillarse mientras la escuchaban como una suerte de último acto de contrición y de respeto a la autoridad que los iba a eliminar.
En Montevideo se alzaban voces provenientes de organizaciones religiosas que imploraban por la conmutación de la pena de muerte. Se dice que se intentó incluso la intermediación del Presidente de la hermana república, Julio Argentino Roca. Se presentó también una solicitud de indulto al presidente Cuestas quién la negó.
La suerte estaba echada.
8. “Tiren nomás, muchachos”
La mañana del último día amaneció temprano para los reos que matearon, churrasquearon, fumaron y tomaron caña. Comulgaron con extraña devoción, con el típico temor de no saber lo que vendrá en el más allá, como una suerte de pasaporte de bonhomía de último momento que buscaba asegurar un vida nueva tras la muerte.
Desde el 27 la gente arribaba sin cesar desde todas partes del vecindario rural y zonas alejadas a presenciar el espectáculo. La prensa de Montevideo también estaba allí. La aglomeración de gente era impresionante. Se estimó en más de 2500 personas en aquel lejano y aislado paraje de La Coronilla. Estaban por todos lados, mientras un cerco policial dejaba libre el perímetro de la ejecución. Se había subido gente encima de los techos y árboles, por doquier.
Un carpintero de Maldonado había traídos dos toscos banquillos donde iban a ser sentados y atados los criminales. Salieron de la “capilla” a las 10.40 de la mañana del 29 y se dirigieron ante el pelotón. Páez deseó que lloviera para que los sepultureros pudieran tener menos trabajo para cavar una tumba a la medida de su gran altura. González pidió que no le vendaran los ojos, como queriendo ver la muerte de frente y sin remilgos, lo que no le fue concedido. A un preso de nombre Zenón Martínez le tocó el sucio trabajo de atar a los reos a sus sillas, pues era una faena indigna para un soldado. González le dijo que lo atara bien pero que no se preocupara que no se iba a escapar.
Todo el ceremonial demoró menos de veinte minutos. A las 11 de la mañana el pelotón formó a cuatro metros de distancia. Los ocho soldados, cuatro para cada uno, cargaron sus armas mientras el Capitán Canto levantaba su espada.
“Apunten bien, muchachos” dicen unos que dijo González. Otros dicen que dijo “No vayan a errar, muchachos”. Lo que poco importaba a esa altura. El sable bajó y el estruendo de las balas ganó el espacio. Como eyectados del suelo volcaron las sillas hacia atrás y rosetones rojos poblaron las prendas de los ejecutados. Cada pecho ostentaba cuatro impactos. Dos soldados se desprendieron de los pelotones y les dieron el tiro de gracia tras la oreja derecha. No sea cosa que estuvieran vivos y siguieran sufriendo.
La multitud prorrumpió en cerrados “vivas” en un griterío propio de un circo romano, que hacía de aquello un espectáculo nada edificante y que parecía tener poco efecto sobre los toscos espíritus de la zona para cumplir su labor de profilaxis.
La indignación ganó el alma del padre Pons quién a los gritos se dirigió a la multitud: “¡Pueblo estúpido, pueblo bárbaro! ¡No comprendéis que son nuestros hermanos, que tienen una madre que estos momentos lloran angustiadas por la desgracia de sus hijos!” transcribía el diario “El Día”, apoyando extrañamente una expresión de un clérigo.
El cuerpo de Páez fue llevado a San Antonio de Aiguá. Llovía. El de González se dice que fue envuelto en un poncho por un tío y llevado a lomo de caballo hasta Castillos.
9. El después
La pena de muerte fue definitivamente abolida en 1907 como ya lo señaláramos. Si bien era una manera de erradicar criminales “incurables”, no parece haber sido jamás una herramienta de amedrentamiento a los reos ni a los demás delincuentes ni restos del gauchaje que se aproximaba a su eclipse final. Esos espíritus curtidos a la intemperie, en las miserias y en el culto al coraje no se asustaban ante nada y menos ante un pelotón. No se conoce acto de arrepentimiento y casi ninguno de cobardía ante el fusilamiento inminente. Es más, muchos al momento de ser fusilados dirigían arengas al público o se jactaban con desprecio a la muerte. El mismo cura Pons contaba de uno dijo al público “vean como mueren los valientes”. En otra ocasión el fusilamiento fue motivo de la organización de carreras de caballos y bailes, taba y asado con cuero y el reo, como dios manda, comió el mejor pedazo del asado. Otro estuvo de juerga corrida antes de ser fusilado como último deseo que le fue permitido.
Lo cierto es que el conocido “Crimen de Aiguá” representó la caída del telón. La frase de Platón “El más desgraciado entre todos los hombres es el que no sabe sobrellevar las desgracias” no era una frase que tampoco tendiera demasiado a provocar el arrepentimiento del ajusticiado de turno. Ella estaba pintada en el paredón de los fusilamientos en la cárcel de Miguelete y pasaría en 1907 al recuerdo.
Las casas de piedra, taperas hoy día, de don Adolfo siguen existiendo. Se puede acceder a ellas por el km 68 de la ruta 39. Los ranchos y alrededores han sido excavados hasta el hartazgo en búsqueda del codiciado oro que nunca apareció. Hasta con detectores de metales.
Domingo de los Santos, nieto de don Adolfo, como si ello permitiera borrar todo rastro del insuceso, ejecutó la orden de su padre Gerardo, de quemar los banquillos de los fusilados, que sobrevivieron largo tiempo como mudos testigos.
Quedan familiares en el entorno. Está prohibida la entrada al lugar mediante un cartel, pues se acercan muchos curiosos molestos. La Junta Departamental de Maldonado ha recibido iniciativas para transformar el lugar en monumento histórico e integrarlo al circuito turístico. Del horror a los turistas. Pero aún no hay definiciones o por lo menos no lo conocemos.
Hoy ya es parte de la historia nacional. Los rochenses tuvimos el triste privilegio que los últimos civiles fusilados fueran de nuestros pagos. Y la historia es así, no siempre – o quizás casi nunca – es gloriosa.
FUENTES CONSULTADAS
E. Artigas Orce Pereyra – La pena de muerte en el Uruguay. El fusilamiento de Páez y González en Maldonado. Análisis histórico y social – San Carlos, 1973
Néstor Curbelo – La última pena de muerte legal en el Uruguay -http://www.revistaajena.com/querencias/, 5 de junio de 2014
“Se cumplen hoy 110 años. Los últimos fusilados” Diario El País, 29 de setiembre de 2012
Sebastián Panzl – Fusilados y Verdugos. Historia de la pena de muerte en el Uruguay, Editorial Planeta, 2016
Miguel Langón Cuñarro – La pena de muerte en el Uruguay –Revista de la Facultad de Derecho, 2000
Daniel Fessler – Delito y castigo. Del Código Penal a la abolición de la pena de muerte – CSIC, Universidad de la República, 2012
Miguel Arregui – Milonga para los últimos fusilados – diario “El País”
Francisco Alves – La tumba del soldado fusilado, diario “Salto”, 5 de octubre de 2012
Diario “El Día”, numerosos ejemplares correspondientes a los meses de mayo de 1901 y setiembre de 1902
Revista “Rojo y Blanco” No. 93, “Los condenados a muerte” pág. 15 y 16 de 27 de setiembre de 1902, No. 94 “La tragedia de Aiguá” pág. 5 de 4 de octubre de 1902 y No. 95 “La trajedia (sic) de Aiguá” de 11 de octubre de 1902, pág. 23
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