Olga Olivera
SUMARIO: 1. Nace el “Rincón de los Olivera” – 2. Esos arenales improductivos – 3. Los orígenes remotos de Aguas Dulces – 4. Valizas, tierra de pescadores y leyendas – 5. Pobladores en el recuerdo – 6. El pionero: un recuerdo familiar
1. Nace el “Rincón de los Olivera”
Los balnearios de “Barra de Valizas” y “Aguas Dulces”, que tanta difusión ostentan actualmente, se encuentran en la zona que desde hace muchos, muchísimos años, se conoce con el nombre de “Rincón de los Olivera”.
Dicha denominación se debe a que está conformada en su totalidad por las tierras pertenecientes a la vieja “Estancia del Palmar”, la que fuera donada a Don Manuel Álvarez de Oliveira por los servicios prestados a la corona española.
En 1762, el gran militar español Don Pedro de Cevallos, habiendo recuperado para España la Colonia del Sacramento, orientó sus pasos hacia el Este recuperando también los actuales estados de Río Grande y Santa Catalina para la monarquía española.
Pero estas conquistas quedaron anuladas muy poco después de realizadas por la firma en 1763 del Tratado de París, un tratado multilateral que puso fin a la guerra anglo-española (1761-1763) y a la Guerra de los 7 Años entre Francia, Rusia, Prusia, Gran Bretaña, España y Portugal.
Este nuevo Tratado, fijaba la frontera entre los territorios de ambas coronas partiendo del arroyo Chuy, por lo que Cevallos debió retroceder abandonando los territorios recientemente conquistados.
Para que su expedición no fuera totalmente infructuosa, en su retirada, trajo consigo a varias familias de origen azoriano que vivían diseminadas en dichos territorios brasileños. Con ellas fundó San Carlos en 1763 por lo que este año, San Carlos está festejando su 250º aniversario.
Entre estas familias de innegable origen portugués, se encontraba un joven de unos 20 años aproximadamente, Don Manuel Álvarez de Oliveira.
Su medio de vida lo constituyó más tarde, un parque de carretas con las que abastecía de todo insumo a la amplia zona comprendida entre Maldonado y Chuy.
Aunque la frontera de ambos Imperios estaba fijada en esta última zona mencionada, subsistían, en el actual departamento de Rocha tres marcos que demarcaban una frontera anterior correspondiente al ya perimido Tratado de Permuta firmado entre ambos imperios en 1750.
Dichos marcos que fueron colocados recién en 1752 estaban situados uno en la Barra de Valizas, otro en las nacientes del arroyo de India Muerta y un tercero en las sierras de Carapé.
Para evitar reclamos infundados, unos diez años después de instalados, le fue encomendada a Don Manuel por el propio Cevallos la tarea de destruir, remover y hacer desaparecer dichos marcos.
Don Manuel cumplió concienzudamente con el encargo demostrando de este modo su fidelidad a la corona española.
De manera que, a pesar de su condición de portugués, en 1778, le fueron donadas alrededor de 5 y ¾ suertes de estancia, algo así como unas 14.750 cuadras (casi 11.000 has. actuales) en la zona que hoy es conocida con el nombre de “Rincón de los Olivera”.
La posesión de esas tierras le fue otorgada en salida fiscal datada en 1778 aunque recién le fue confirmada 44 años después, uno antes de su fallecimiento, en 1822, bajo el dominio luso-brasileño por el Barón de la Laguna, Carlos Federico Lecor.
Don Manuel estableció las poblaciones de su estancia a la que llamó “del Palmar” por razones obvias, cerca del Camino Real y junto a la cañada del Sauce de los Adobes, en un lugar intermedio entre las actuales poblaciones de Castillos y Aguas Dulces.
Dicha estancia, según consta en documentos pertenecientes a su esposa y que datan de las últimas décadas del S. XVIII, estaba delimitada por la laguna de Castillos, el arroyo de Valizas, el océano, la “Palma Torcida” y la cañada del Sauce de los Adobes. Y aunque parezca mentira, la “Palma Torcida” aún existe, lo que nos da una idea aproximada de la edad de estos hermosos palmares rochenses.
Por lo tanto, dentro de los terrenos donados a Don Manuel, se encontraban, como lo expresan explícitamente los documentos existentes, los arenales que hoy ocupan los balnearios de Aguas Dulces y La Barra y por supuesto también, los ocupados actualmente por el Estado.
2. Esos “arenales improductivos”
La mayoría de los herederos de Don Manuel se desentendieron de las “arenas improductivas” – con esa denominación constan en las respectivas sucesiones -, quedando éstas indivisas entre todos los coherederos pero en posesión de hecho, de uno sólo de sus hijos, Don Isidoro José y su Sra. Doña Serafina González que habitaban desde su boda, en la vieja estancia del Palmar.
Parece ser que Doña Serafina, mujer de carácter férreo y voluntarioso, era la que llevaba las riendas de la estancia. Aún después de fallecido su marido y hasta su propio fallecimiento, pagaba religiosamente las contribuciones territoriales de todo el campo incluidos aquellos “arenales improductivos” en la creencia de que pertenecían exclusivamente a su esposo.
Éste se los habría comprado a sus hermanos de palabra como siempre lo expresó la susodicha frente a su numerosa descendencia.
Constaban dichos arenales, de unas 1500 hectáreas con 7 y ½ kilómetros de costa que se extendían desde la desembocadura del arroyo de Valizas – o sea La Barra -, hasta bien pasado el actual asentamiento de Aguas Dulces.
Tiempos difíciles los que le tocó vivir a Doña Serafina al frente de una numerosa prole, sin medios de transporte cómodos y regulares, sin caminos adecuados, sin recursos médicos efectivos, etc.
Tiempos de enfermedades que se extendían como reguero de pólvora sin contar con remedios eficaces para combatirlas y que llevaban a la muerte a la casi totalidad de los afectados. Tal era el caso de la tuberculosis, tan común como letal antes del descubrimiento de la milagrosa penicilina.
Los médicos de ese entonces, recomendaban respirar aire puro para lo cual, los enfermos debían trasladarse a la playa cercana pero que en este caso era casi inaccesible.
3. El origen remoto de Aguas Dulces
Doña Serafina, conmovida por la desgracia que padecían las familias de dichos enfermos, en un acto humanitario, les permitía construir ranchos dentro de sus posesiones, pero con una condición indispensable, que fueran fácilmente desechables, es decir, construidos enteramente de paja.
De esta manera, algunas familias de Castillos y sus inmediaciones, levantaron cerca de la costa y con permiso expreso de sus legítimos dueños, pequeños ranchos en el lugar más accesible y cómodo para ellos, es decir la actual Aguas Dulces.
Para el asentamiento en este lugar, contribuyó en mucho, el raro hecho de que aún en las cercanías del mar no se necesitaba cavar demasiado profundamente para que surgiera agua dulce, fresca y pura; filtrada mil veces por las arenas límpidas y milenarias. De ahí proviene su nombre.
Hasta 1942, año en que fue construida la carretera – la Ruta 10 que sigue el Camino Real hasta la curva de Aguas Dulces y que se transforma en la Ruta 16 desde Aguas Dulces hasta la Ruta 9 es decir el “Camino de los Indios” – se llegaba a la costa generalmente en carretas tirada por bueyes. Éstas cruzaban trabajosamente los arenales portando lo indispensable para vivir el período de convalecencia o hasta el deceso de los enfermos.
Luego, en la mayoría de los casos, el rancho era incendiado por los dueños del terreno por dos razones bien dispares por cierto: 1º) para evitar posibles contagios ulteriores y 2º) principalmente para evitar asentamientos estables por parte de extraños en sus posesiones.
Luego del fallecimiento de Doña Serafina, fue su hijo Claudio el que continuó con el control de estos asentamientos transitorios. Y lo hacía en forma bastante rigurosa.
Con el correr del tiempo y tras el fallecimiento de los “viejos Oliveras”, fueron suavizándose dichas condiciones por lo que poco a poco, los ranchos pasaron de ser viviendas transitorias para enfermos a ser viviendas permanentes para algunos desposeídos y algún tiempo después, viviendas estables de veraneo.
La familia Romero que vivía en lo que hoy es “la curva de Aguas Dulces”, poseía carros y caballos con los que, mediante el pago de una módica suma de dinero, transportaban a los veraneantes o a los paseantes hasta la costa.
Conocí a Ramón Romero realizando estos menesteres.
Y que me perdonen sus descendientes, pero lo recuerdo usando un saco con tantas roturas sin zurcir, que al caminar, se asemejaba a una gallina con viento de cola.
4. Valizas, tierra de pescadores y leyendas
La Barra de Valizas por el contrario, fue por siempre el asentamiento temporario de los pescadores del Rincón o Fondos de Valizas, principalmente pertenecientes a las familias Veiga y Calimaris. Habitantes únicos o en todo caso mayoritarios del lugar por décadas y décadas, se casaban entre ellos de manera tal, que sus descendientes poseían grados de consanguinidad que se remontaban a varias generaciones.
Pero sus refugios, a los que se les llamaba “aripucas”, no eran más que varios troncos atados en su parte superior a manera de carpa india, recubiertos con ramas y follaje.
En la prehistoria, pueblos indígenas vivieron sus noches al abrigo de los montes y las dunas. En mi niñez, era común encontrar en el lugar, tres piedras colocadas en triángulo, negras de hollín y custodiando celosamente entre ellas, los restos de barro cocido de alguna pieza de alfarería que nos hablaba del calor de sus fogones.
Ya dentro de la Historia, un toque romántico y aventurero tiñó de sangre las blancas arenas de la Barra de Valizas. El legendario pirata y bucanero Etienne Moreau, que frecuentaba la zona desde 1717, encontró la muerte en ella el 25 de Mayo de 1720.
Más recientemente, en el correr del año 1917, se refugió en su roquedal Martín Aquino, el último matrero. Mi padre llegó a verlo en el boliche del “Chico” Olivera, cuyas taperas aún son visibles en el camino de entrada a la Barra, y me solía decir que era un pardito joven y anodino en el que nada hacía sospechar su larga y triste historia de delito.
Estuvo escondido en el monte de la Barra no se sabe por cuánto tiempo, hasta que una tardecita, luego de carnear una oveja de mi familia y de dejar respetuosamente el cuero colgado en el alambre, se dejó ver ostensiblemente e identificar en dicho boliche en el que compró comestibles y tabaco.
Cuando al clarear el día la policía, alertada por algún parroquiano seguramente, llegó al lugar con el fin de aprehenderlo, sólo encontró un tosco refugio de ramas, un fogón aún tibio y los restos frescos de un costillar de oveja chamuscado y en parte devorado por las hormigas.
5. Pobladores en el recuerdo
Lugar casi inaccesible la Barra de Valizas, rodeada de bañados profundos, espesos montes naturales y dunas intransitables, sólo se llegaba a ella atravesando el campo de mi familia, más precisamente, pasando por el mismo patio de la casa.
Los primeros vecinos que habían tenido la valentía o la necesidad de construir sus viviendas en sus terrenos, desafiando la prohibición de sus legítimos dueños y la variabilidad del curso del arroyo, las habían recostado a nuestro alambrado porque allí los castigaban menos las tempestades de arena y salitre que venían del Este y porque nuestro monte los protegía del frío Pampero y de los vendavales del Sur.
Pero era gente humilde y trabajadora, que vivía de la pesca del tiburón en el océano y del camarón en el arroyo y que complementaba sus ingresos conchabándose en las zafras de esquila y de deschalada en las cosechas de maíz.
Una de las postales más típicas de esa antigua Barra, la formaban los largos caballetes hechos con horquetas de pino o de eucaliptus en los que los pescadores tendían sus redes y trasmallos para secarlos al sol.
Redes y trasmallos fuertes, de hilos retorcidos de algodón (el nylon no se conocía todavía), hechos por sus mujeres que los tejían malla a malla, en un ir y venir de dedos frenético y agilísimo que sólo se detenía, para rodear la tibieza de algún mate.
Las familias que habitaban la Barra en forma permanente promediando el siglo XX eran muy pocas. Sobraban los dedos de una mano para contarlas.
El “Tingue” Olivera y su esposa la “Prenda” Rodríguez, con una caterva de hijos que aún hoy, son habitantes reconocidos del lugar: José, el “Beco” y su almacén, el “Chiche”, Oribe y Lavalleja y muchos más que expresan a las claras la orientación política de sus padres.
El indio “Tingue” era nieto o biznieto de una esclava de la vieja estancia (que llevaba el apellido de sus dueños) y supuestamente de un indio, de ahí sus rasgos físicos y el mote por el que todo el mundo lo conocía.
Estaba la familia Cambre a la que pertenecía “Ita”, habitante conspicua de la Barra, no hace mucho fallecida casi centenaria.
También se hallaba Aladino Veiga quien – no se sabe por qué extraña razón – había levantado su ranchito en la margen derecha del arroyo en la que las matas de pasto escasean y la arena cubre todo al menor soplo de viento. Vivió allí con su última esposa, la “Nena”, que le dio un purreteada de hijos incontable.
A mediados de la década del 40 del siglo pasado, en esa misma margen pero muy junto al arroyo, tuvo un almacén aunque por muy poco tiempo, un señor de apellido Molina, esposo de la querible “Lola”. Ésta era hija del “Cuervo” Peregrino Molina y hermana de la “Chichí”, esposa de Adán “Pato” Olivera, que aún veranea en esta Barra.
También supo tener su ranchito Doña Carmen Álvarez. La “Chueca Carmen” vivió varios años en la casa de mi abuela encargada de criar un buen lote de gallinas. Dos o tres veces por semana, montaba de salto un petizo oscuro y bichoco que era su único bien y se iba “pa la Barra”.
Actitudes siniestras que en su juventud tuvo respecto a hijos recién nacidos, hicieron que se desconociera el número exacto de partos de la “Chueca Carmen”.
6. El pionero: una anécdota familiar
El precursor de los innumerables veraneantes que actualmente poseen sus casas de veraneo en esta Barra y cuya presencia es tan controvertida, lo fue sin lugar a dudas un maestro de Rocha, el Señor D´Arrosa.
Él también había construido su vivienda pegada a nuestro alambrado. A poco de pasar las fiestas de fin de año el ruido del motor de una vetusta cachila con mucho de casero, avisaba a mi familia del arribo del Sr. D´Arrosa, su señora y sus tres hijas.
La cachila transportaba en una suerte de joroba de dromedario colchones, abrigos y enseres varios.
Un canario en su jaula colgaba de una de las ventanillas. Por otra, asomaba el hocico de un perrito lanudo y faldero y un gato semidormido ronroneaba entre los brazos de alguna de las mujeres de la familia
Pero lo que más llamaba la atención de quienes los veían pasar, era un jaulón realizado con varillas muy juntas de madera, de dimensiones tan grandes como el auto mismo y que bien atado a su parte trasera, cloqueaba en cada barquinazo del camino.
En el transportaba las gallinas. Estaban las “ponedoras” que aportaban huevos frescos a la dieta veraniega, y de las otras; las que pasaban a formar parte de un puchero o coronaban en tuco una fuente de tallarines caseros.
Durante varios años, la familia D´Arrosa gozó de la tranquilidad y la hermosura del lugar en el que pasaba sus veranos.
Sus hijas, de niñas tímidas e insignificantes, pasaron a ser adolescentes sumisas, modosas e inhibidas debido a los prejuicios de sus padres.
Mientras tanto, mi padre y mi tío se habían construido sobre una carreta, como era la usanza de la época, una casa rodante muy bien equipada.
Ya, desde los primeros días de diciembre la instalaron en los confines de su campo junto a las arenas de la Barra teniendo en cuenta al ubicarla, que quedara lejos de la casa del Señor D´Arrosa con el fin de no causarle molestias innecesarias.
Desde entonces, la carreta se llenó de parientes y amigos que pasaban en ella una buena vida y tomaban sus baños de mar, a falta de trajes adecuados, en bombachas camperas y con el torso desnudo.
Ante tal actitud de los muchachos, el Señor D´Arrosa secuestró a sus hijas.
Aquel verano, que como tantos otros, prometía ser idílico, se transformó en un verdadero suplicio para toda la familia.
El padre no perdía oportunidad de llenarle los oídos a mi abuela sobre las actitudes indecentes de sus hijos y los amigos.
Hasta que cierto día los amenazó con denunciarlos a la policía.
¡Ahí perdieron la paciencia!
Al atardecer del día de la amenaza, arrearon los bueyes pasándolos ostensiblemente frente a los ojos atentos del Señor D´Arrosa.
Lentamente, muy lentamente, fueron levantando el campamento.
Ollas, sartenes, colchones…todo, era tragado por la boca insaciable de la carreta.
Se puso el sol y una noche sin luna cubrió la desganada huída de mi gente.
El Señor D´Arrosa observaba los movimientos acodado en el alféizar de su ventana con una sonrisa de triunfo que iluminaba su semblante.
Esa noche seguramente, durmió con la tranquilidad que da el sentirse el seguro vencedor en la contienda.
A la mañana siguiente, al asomarse a la puerta de su casa más temprano que de costumbre, movido indudablemente por la curiosidad y la ansiedad, pudo disfrutar, con el alma distendida y el corazón contento, de un horizonte sin carreta.
De un horizonte sin carreta ¡sí!, porque durante la noche y con el mayor sigilo, los muchachos Olivera y sus amigos, habían colocado la carreta junto, muy junto, a los fondos de la casa del Señor D´Arrosa.
Hoy la Barra de Valizas, con su carretera de acceso (aunque en parte sea particular), agua potable, luz, cable de fibra óptica y demás, se ha transformado en un balneario de fama internacional.
No por ello deja de ser el producto de un atropello a la propiedad privada, no tanto por sus ocupantes que generalmente lo ignoran, sino por el propio Estado que ha hecho por siempre, oídos sordos a la historia.
PD: Lo de la carretera de entrada que es particular es tan cierto como que es en su mayoría mía y pago indefectiblemente la Contribución Inmobiliaria por el terreno que ocupa.
Tags: Olga Olivera